Abrazar. Un verbo verdadero y único, con un poder inigualable.
El abrazo es mágico. Tiene el poder de hacerte llorar cuando aguantas las lágrimas, ya sea de tristeza o de felicidad. Es el hogar perfecto donde reposar, el sitio indicado para hacerle ver a otro igual cuánto le has echado de menos. Es la muestra extraordinaria de cuánto amas, el refugio del desamparado, el cobijo del amigo.
El abrazo es ese rincón donde no importa lo demás salvo quién abraza y es abrazado. Y el tiempo se detiene, de pronto ya no importa nada más
: nos sumergimos en la calidez de la otra persona, encontramos el descanso que tanto anhelábamos.
Abrazar implica conexión, unión, empatía. Implica un sinfín de emociones y sensaciones transmitidas a través de la piel, del aroma, del contacto. Es ese instante infinito que te permite sentirte débil y fuerte a la vez, sin importar tiempos ni espacios.
Aquí y ahora. Nada más.
Una vida pues, sin abrazos, es una vida vacía, carente de la extraña (aunque paradójicamente conocida) sensación de que de algún modo extraordinario, todo irá bien, o al menos, que ese instante es sólo tuyo, para ti y nadie podrá arrebatarte esa paz que te embriaga en el instante de estrechar el abrazo y encontrarte con la serenidad que te ofrece. Cada uno de ellos lleva un sello, una identidad. Por ello no debemos perder ninguno por el camino.
Quizás así, sólo así, aprendamos a entendernos un poquito más...